sábado, 19 de enero de 2008

MIEDO ES EL MENSAJE.-

Por eso los viejos estados nacionales estallan tanto hacia dentro – fragmentados por la descentralización política y el nacionalismo periférico – como hacia fuera – integrados en redes interestatales y atravesados por flujos supranacionales – quedando reducidos a meras jurisdicciones territoriales con competencias administrativas cada vez mas débiles. Así es como los estados se vuelven impotentes, incapaces de garantizar la seguridad física y económica de sus ciudadanos, que se sienten en consecuencia inseguros e inermes, enfrentados sin suficiente protección publica al libre juego de las fuerzas del mercado global, donde se lucran a sus anchas los desiguales intereses privados que especulan con la ley del mas fuerte.

Pero si el estado esta perdiendo parte de sus poderes, ¿Qué otras instrucciones están ocupando su vació de poder? No desde luego el desarraigado capital, aunque parezca el gran beneficiario neto pese a la actual crisis bursátil, pues continua practicando la más apartida deslocalización posindustrial. Ni tampoco quizás casi ninguna otra, pues se asiste a un ominoso proceso de crecientes desistitunalizacion por el que muchas de las autoridades hasta hoy respetadas están perdiendo su legitimidad. Todas excepto tres, cuyo poder discrecional parece estar creciendo fuera de control.

De ahí la tendenciosa manipulación de las comunicaciones, sin escrúpulos para recurrir tanto al fraude y a la desinformación como al sensacionalismo mas alarmista. Aquí ya no hay ansiedad, pues cada cual sabe muy bien los objetivos que buscan los otros, y lo único que se pretende adivinar es la manipuladora táctica que esgrimirán, a fin de prevenirla y sorprenderla por anticipado. De ahí que solo reine la cultura del cotilleo, el espionaje y la sospecha, amplificados por unos medios de comunicación que si en el pre moderno se limitaban al rumor, la maldición y la maledicencia de qué dirán, hoy se concentra en el reality chow, el escándalo mediático y el atentado terrorista.

La moderna distinción entre realidad y ficción procede de la vieja dicotomía entre lo sagrado – lo puro, lo justo, lo santo – y lo profano – lo corrupto, lo indigno, lo insano -. El bien y el mal, la virtud y el vicio , la verdad y el pecado: todas estas parejas u otras análogas de conceptos contrapuestos se derivan de la misma clasificación compartida – garantizada por el lenguaje natural – que permite clasificar antitéticamente el derecho y el revés de la realidad, distinguiendo a esta por su radical contraste con la no realidad anti realidad.

En este juego simbólico de mascaras opuestas, la anti realidad representa la muerte y la realidad la vida. Por lo tanto, para poder defender a la preciosa realidad de la amenaza mortal que representa la peligrosa anti realidad, pronto se fundaron instituciones de guardia encargadas de mantener a salvo la sagrada frontera que las separa, sellando el umbral de separación con divinas palabras que salvan la bendita realidad porque mantienen a raya la maldita anti realidad. Y tales instituciones arcaicas, servidas por guardianes profesionales que reforzaban el poder clasificador de las palabras sagradas, hemos convenido en llamarlas religiones, cuya única función era – y todavía sigue siendo – la consagración de la realidad.

Si toda religión parece misteriosa es porque, para explicar la realidad, lo hace fundándose en un poder invisible, situado fuera de la realidad. La clave de este misterio reside en que la realidad visible u objetiva resulta demasiado impura, pues en ella el bien esta contaminado por el mal que lo profana. Por lo tanto, si hay que concebir un poder capaz de separar el bien del mal, expulsando a este del seno de aquel, hace falta imaginarlo como residiendo fuera de la realidad, condenando a su parte maldita para redimir y salvar su parte inocente.

Es la figura de Dios, necesariamente invisible, irreal o inexistente, pero capaz por ello de garantizar la existencia perdurable de la verdadera realidad. La invención de Dios, o de cualquier otra de sus múltiples metáforas, permite creer en la realidad como algo dotado de consistencia, necesidad y certidumbre. Pues en cuando perdemos la fe y dejamos de creer en Dios, inmediatamente nos invade la inseguridad y la incertidumbre, al darnos cuenta de que la realidad es en el fondo absurda, precaria, equivoca y contingente: un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. Por eso cuando muere Dios – porque se deja de creer en su realidad – todo resulta posible. De ahí que angustiados y huérfanos de la certeza, intentemos renacer, recuperando nuestra ingenua fe anterior. Pero como esto no suele resultar posible, buscamos nuevas certezas en las que creer, transfiriéndole nuestra nostalgia de sacralizado.

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